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El Águila del Loa

Esta crónica, más que todo, esta vivencia, la pudimos contar a ustedes gracias al apoyo y gentileza de Cesar Malhue. Gracias Cesar, somos tus agradecidos.

Estábamos, en aquel momento que resultó tan crucial para nosotros, en la cumbre mayor de los acantilados, en el borde mismo de los inicios de la cordillera costera a tan solo 1000 m del cauce del río Loa y buscando afanosos el camino que nos llevaría a nuestro destino final, a la desembocadura. En frente brillaba, refulgía majestuoso, cual postal, el océano, a nuestro alrededor destacaba la vasta planicie desértica sin una traza de vida, más arriba el sol y abajo, el abismo.

Nos había parecido algo tan simple aquello de buscar un camino que nos permitiese descender, bajar desde aquellas alturas, pero no había nada – en el lugar – que nos indicase una probable ruta. Ya se había acabado el agua, el alimento y las fuerzas; el qué hacer o los pasos a seguir se habían limitado a un pequeño recorrido por las aristas, en procura de dar con una bajada, cuando de repente, Héctor, uno de los expedicionarios, decide tomar riesgos y se asoma al vacío, con el temor latente de ver desprenderse la cornisa en donde se afianzaba, pero rápidamente se yergue, da unos pasos atrás, vacilante, y se queda ahí, sorprendido, sin saber qué hacer. Desde el barranco había asomado volando, agresiva, una esplendorosa águila mora, enorme, imponente, batiendo sus alas para mantenerse casi inamovible en el sitio, frente a él. Ambas figuras, guía y águila, se mantuvieron así observándose desde una distancia ínfima, por larguísimos segundos, hasta que, tan silenciosamente como llegara, la rapaz volvió a bajar y perderse por el acantilado.

Nuestro acompañante retornó a nosotros y dijo: – Por ahí no es el camino, la bajada está un poco más adelante. Y así resultó, efectivamente, pues por aquella quebrada elegida conseguimos bajar (con bastantes dificultades y peligros) y llegamos a nuestro destino. no sin pasar por más dificultades aún, pero llegamos y quedamos vivos para contarles esta experiencia, una anécdota que no nos hizo más cautos, por si esperaban esa moraleja, sino más bien nos convirtió en seres más osados y amantes de la adrenalina.

¿Qué nos transmitió aquella águila en ese minuto? tal vez nada, quizás solo fue la advertencia de que no invadiésemos su territorio.

El Águila Del Loa.

Esta historia les podrá resultar muy extensa y en verdad lo es, pero doy fe que todo lo que les voy a contar nos sucedió realmente y que, si llegamos al final del camino, no fue fruto de la suerte. En estas cosas tan extremas no hay suerte que valga y llegamos porque había dos alternativas, quedarnos allí, en aquella cumbre, sin posibilidad alguna o sobrevivir a como diese lugar. La naturaleza no nos la hizo fácil, pero ese viaje valió la pena y lo repetiremos en un futuro. Sólo cambiaremos la temporada y en vez de ir en el tórrido verano, iremos en invierno, porque ni el calor ni el frío son el peligro a vencer por estas soledades, tampoco las alturas ni las distancias, el mayor peligro, en este lugar, son los tábanos y estos abundan, son los dueños del territorio, pero si el hombre ha podido con especies mejores y más grandes ¿por qué no podríamos con estas?,

A mi recuerdo

Corría el año 2012, específicamente el mes de febrero y en aquella oportunidad quisimos hacer algo nuevo, algo que liberase nuestra adrenalina y nos permitiese extender nuestro conocimiento sobre este territorio. La idea era hacer un recorrido o reconocimiento por algún lugar que no estuviese indicado o detallado en los mapas de aquellos tiempos y había varios sitios que reunían dichas características.

Pues bien. El sitio elegido fue la cuenca del río Loa, específicamente desde donde converge directamente al mar, cosa que ocurre en el límite norte de la región, en el medio mismo del desierto y desde allí avanzaríamos caminando hasta su desembocadura. En aquel lugar, por donde iniciaríamos la caminata, nos encontraríamos con un antiquísimo poblado que lleva por nombre Quillagua y tendríamos por atractivo un hermoso vergel, en el que predominan algarrobos y chañares y extensos juncales, que quiebran – literalmente – la monotonía del desierto y resultarían gratificantes a la vista. En resumen, todo un panorama, toda una aventura.

La preparación de dicha ruta nos llevó un par de meses, meses en los cuales recabamos toda la información presente en la web y de cuanto individuo nos dijese conocer el territorio. Lo que debíamos tener en consideración eran las distancias, las temperaturas, el terreno y los requerimientos, mas todo aquello resultaba ser muy somero, ya que no había información alguna sobre dicho trayecto y sólo las distancias eran claras: teníamos que caminar algo más de 70 km para llegar a la desembocadura, donde llegan las aguas al mar. Sobre accidentes propios del terreno, llámense grietas, abismos, farellones, serranías, todo eso quedaría como parte de la aventura a descubrir. Nos bastarían, según las indicaciones, 3 litros de líquido diario por persona, alimento para un máximo de tres días y la ropa necesaria para calor extremo y el probable frio de la noche.

Curiosamente, el llegar a nuestro inicio de ruta resultó ser una de las mayores aventuras en este viaje, porque aunque gran parte de las empresas de buses utilizaban ese camino para acceder al extremo norte del país, el respeto a los horarios era algo que no se cumplía a pie juntillas, y fue así que los expedicionarios llegamos al terminal de buses de la ciudad de Antofagasta a eso de las 23 h para embarcar en un bus que pasaría a eso de la medianoche y terminamos esperándolo hasta el amanecer, es decir, llegamos a nuestro punto de inicio pasado el mediodía, en un lugar que ha sido noticia por ser el más árido del planeta y con un mal dormir por la espera y el viaje. Pero, no había necesidad de advertir los contras, total éramos 10 años más jóvenes y más osados.

Apenas descendimos del bus se sintió el calor, aquel calor intenso de esa parte del desierto, aquel que quema la piel, reseca las mucosas y dificulta la respiración, pero ya estábamos ahí y la aventura recién iniciaba. Cargamos nuestras mochilas que solo por el líquido ya resultaban pesadas, nos fuimos en búsqueda de la autoridad presente en el lugar, dejamos constancia de nuestro recorrido, los días a utilizar y nuestra meta, con todo esto realizado nos dimos a la tarea de buscar la forma de descender al curso del río e iniciar nuestra extensa caminata.

El sol del mediodía y de parte de la tarde es inclemente. Por estos parajes no vive nadie y cada cierto trecho nos cobijamos bajo los árboles del lugar, hermosas arboledas con árboles centenarios que brindan sombra ante ese calor sofocante. Cuando nos recostábamos dando la espalda a los troncos, veíamos aparecer a las dueñas del espacio, estas eran las lagartijas, enormes y coloridas que – sorprendentemente – bajaban desde los árboles muy ágilmente aferradas a la corteza y nos miraban curiosas desde una distancia prudente, para ir acercándose poco a poco, hasta merodear por nuestro lado y seguir su vida, de carreras y peleas, sin tenernos consideración alguna.

Ya llevábamos unas 4 horas de marcha cuando advertimos la primera dificultad del camino, y este obstáculo era insalvable, estábamos en el lado equivocado del río, en la vereda que se corta abruptamente y debíamos cruzar el cauce, ahí mismo, fuese profundo, lodoso, pantanoso, con mucha vegetación o el trecho fuese más extenso, eso no importaba, había que cruzar. Todo lo que nos mantendría con vida iba en las mochilas, estas debían permanecer a salvo y secas, así que hubo que meterse al cauce y extender una cuerda por sobre las aguas para proteger nuestras provisiones y cruzarlas al otro lado sin que sufriesen deterioro

En este lugar, el del cruce, las aguas nos cubrían parte del tronco y sirvió bastante esto de habernos metido al rio, puesto que nos refrescó, pero, como no todo puede ser bueno,  aparecieron nuestras peores pesadillas, aquellos bichos que resultan ser muy pequeños, para el que mide por el tamaño los peligros y basado en lo evidente, pero sumando y restando, la acción de los Tábanos pueden ocasionar más que molestias y esto nos quedó muy claro, había que alejarse – a toda costa – del río y de su vegetación si queríamos concluir el viaje y esto nos llevó al primer desvío del camino, ascender a los lomajes intermedios de la quebrada y avanzar hasta encontrar un sitio apto para acampar en aquella primera noche. Todo esto mientras algunos tábanos nos seguían y nos martirizaban con sus picaduras, mientras nosotros confiábamos que el crepúsculo los haría desaparecer.

Durante la noche no había ruido alguno en ese lugar, no había grillos, no se sentía correr el agua, todo era silencio. Dicen los entendidos que el mayor de los peligros en estos parajes son los perros asilvestrados, pero no escuchamos ladrido alguno y tampoco habíamos visto gente, sólo algunos vestigios de su presencia y establecimiento, pero se habían marchado, quién sabe cuándo y por qué.

Amaneció temprano el segundo día de nuestro recorrido, habíamos avanzado muy poco en la primera jornada y ya deberíamos haber estado a mitad de camino, es decir, por la desembocadura del Rio Amargo, punto en donde se juntan las aguas del antiguo mar somero de Soledad, actual salar de Llamara, con las aguas del Loa, pero estábamos muy lejos de eso. Nuestro caminar se desarrollaba por el fondo de la quebrada y veíamos con preocupación que esta se iba estrechando, aquello nos obligaría a caminar al lado mismo del río y el ataque de los tábanos sería implacable y numeroso. Mientras el sol no asomara totalmente y aún se mantuvieran en letargo por el frio de la mañana, esos chupa sangre no molestarían, pero debíamos abandonar el cañón y subir a los bordes superiores para evitarnos problemas, pero aquellos bordes estaban muy altos y el camino era arenoso, lo que implicaba un gran gasto de energía y de agua.

Salimos del valle, que se estrechaba en aquellos puntos, con un enjambre de tábanos siguiéndonos y acosándonos, picando e irritando. La solución era simple y a su vez drástica, ponerse una capa más de ropa sobre la que ya llevábamos y así evitar el estilete de estos bichos, una solución muy inteligente, pero que nos expondría a una mayor temperatura y al consumo de más agua, pero evitar a esos molestos insectos bien valía la pena.

Desde aquellas alturas pudimos contemplar el serpenteante Loa, paisajes impresionantes con una gran cantidad de aves, especialmente patos que retozaban y se alimentaban en los remansos y lagunas del lugar, también encontramos algunos tallados rupestres, petroglifos muy bien conservados que deben resultar desconocidos y huellas y vestigios de antiguos arreos de animales, especialmente vacunos. Había varios cuerpos, osamentas completas con su cuero expuestos al sol esparcidos por un largo trayecto del camino y nosotros íbamos por ese mismo camino, reseco, crepitante como galletas a nuestros pies, hasta que el calor fue demasiado intenso e insoportable y nos vimos en la obligación de bajar nuevamente al río a refrescarnos y buscar cobijo.

Caía lentamente el sol de este segundo día y habíamos pasado por muchos obstáculos, pero aún no llegábamos a la desembocadura del Rio Amargo. Sabíamos que estábamos cerca del gran cañón, aquella formación que serpentea cierta parte del trayecto y cuyas aguas esculpieron por milenios la roca, formando profundas lagunas a su paso que sólo se pueden admirar desde las alturas, una maravilla natural que permanece desconocida. Merendamos en aquel sitio, algo rápido, mientras veíamos caer la tarde y tomamos la decisión de avanzar de noche. El agua realmente escaseaba y pronto escasearían los alimentos, especialmente los que contenían algo de humedad.

Fijamos la vista en el cielo y en una estrella en particular, había que avanzar. Estábamos en aquel momento en la planicie superior, aquella que pierde su continuidad – por el norte – producto de aquella gran grieta que contiene al Loa y por imperceptibles ondulaciones que íbamos encontrando a nuestro paso nocturno. Era de noche, pero no había luna. Sentíamos estridencias a nuestro alrededor, por todos lados, y sabíamos que eran aves, pero no las veíamos. Debían de ser muchas y marinas, probablemente Garumas, pero ¿qué hacían por allá, tan en medio del desierto? A eso de las 4 de la mañana nos tiramos a dormir en una hondonada, estábamos totalmente agotados, era evidente, ya habíamos pasado la mitad de la ruta y no teníamos la posibilidad de esperar la mañana para ver sus lagunas, desembocadura y otros detalles, teníamos que llegar al inicio de la quebrada a como diese lugar, tal como habíamos informado a la autoridad.

Antes que saliese el sol, con la primera luz del alba, deleitados por una brisa muy fría y agradable, nos levantamos y contemplamos la vastedad del territorio, no había pájaros a nuestro alrededor, aquellos que habíamos oído en la noche. Estábamos alejados del río por un buen trecho y por delante, ya era apreciable una franja azul que pensamos era el mar.  Reiniciamos la caminata y el terreno se nos fue inclinando, mientras más avanzábamos debíamos sortear alguna grietas, quiebres y ondulaciones. Dirigimos nuestros pasos al mar, estaba tan cerca según nosotros y las quebradillas nos indicaban el rumbo al acantilado, ya era pasado el mediodía y el sol era realmente insoportable, inclemente.

Estábamos en aquel momento, crucial para nosotros, en la cumbre mayor de los acantilados, en el borde, a 1000 m de altura sobre el agua y buscando el camino que nos llevaría a nuestro destino final. En frente brillaba, refulgía majestuoso el océano, sobre nosotros la vasta planicie desértica sin una traza de vida, más arriba el sol y abajo, el abismo. Nos había parecido algo tan simple aquello de buscar un camino que nos permitiese descender, bajar de aquellas alturas, pero no había nada que nos indicase la ruta. Ya se habían acabado el agua, el alimento y las fuerzas; el qué hacer o los pasos a seguir se habían limitado a un pequeño recorrido por las aristas, en procura de dar con un acceso, cuando de repente, uno de los expedicionarios decide tomar riesgos y se asoma al vacío, con el temor latente de ver desprenderse la cornisa en donde se sujeta, pero rápidamente se yergue, da unos pasos atrás vacilante y se queda ahí, sorprendido, sin saber qué hacer. Desde el barranco había asomado volando, agresiva, una esplendorosa águila mora, enorme, imponente, batiendo sus alas para mantenerse inamovible en el sitio, frente él. Ambas figuras, guía y águila, se mantuvieron así observándose desde una distancia ínfima, por larguísimos minutos, hasta que -tan silenciosamente como llegara, la rapaz volvió a bajar por el acantilado.

Nuestro acompañante retornó a nosotros y dijo: – Por ahí no es el camino, la bajada está un poco más adelante. Y así resultó, efectivamente, pues por aquella quebrada elegida conseguimos bajar (con bastantes dificultades y peligros) y llegamos a nuestro destino. No sin pasar por más dificultades, pero llegamos y quedamos vivos para contarles esta experiencia.

Aún recuerdo que tuvimos que desprendernos, irremediablemente, de algunas cosas que ya no necesitaríamos en lo que restaba del camino, especialmente en la bajada. Carpa, saco de dormir, utensilios, todo eso quedó allí. Incluso lo más valioso, aquello que no atesorábamos por su valor económico, sino por su utilidad, se fue perdiendo inexorablemente en la bajada, hasta la cuerda que tanta ayuda nos había prestado corrió esa suerte y llegamos al curso del río con sólo una olla y lo que teníamos puesto.

Aquella olla aún la conservo, sirvió para arrojarnos las tóxicas aguas del río y evitar la insolación. Los pantalones, destrozados e hilachentos, se atesoran todavía como trofeo y como recordatorio de que, en la naturaleza, no pueden haber errores y que, si los hay, estos se pagarán muy caros.

Agradezco a mis acompañantes, ellos siempre estuvieron ahí, firmes y decididos en esos momentos, sin que ninguno de ellos hiciera promesas, elevara rezos ni plegarias. Estábamos conscientes de que vivir y llegar a destino, era algo que sólo dependía de nosotros.

Sin soberbia, ésta es una historia que no nos hizo más cautos, por si esperaban esa moraleja de nuestra parte; más bien, nos convirtió en seres más osados y amantes de la adrenalina, pero y aunque parezca increíble, lo que más recuerdo de aquella odisea, es la aparición de aquella enorme águila en los cañones del Loa, aquella rapaz que se mostró majestuosa frente a nosotros y de la cual no hubo imágenes, solo esta historia.

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