El Chilla
Con Fortachón caminábamos muy próximos, pero nunca juntos. Me sentaba a observarlo y él también lo hacía desde prudente distancia. Teníamos nuestro sonido por el cual sabías que andaba en tu territorio y siempre respondías hasta que no acudiste al llamado. Lo busqué por días y supe de inmediato que algo le había pasado. Más, con el tiempo lo encontré y lo dejé ahí, no donde quedó tirado, más bien donde yo lo dejé y le puedo visitar, aunque no me acerco mucho, yo sé que eso no le gustaba.
Fue por el año 2011 o a inicios del 2012, cuando vimos a los primeros zorros en la agreste y desprovista naturaleza de Antofagasta y esto ocurrió, específicamente, en la quebrada de La Chimba, un espacio del cual muchos han oído referencias y que es considerado un santuario de la vida silvestre. Dicha quebrada se ubica en el extremo norte de la ciudad y, para aquellos tiempos, ya contaba con la categoría de Reserva Nacional, siendo la primera de nuestra Comuna y de nuestra Región. Hasta ahí, bastantes aplausos por el lugar.
Ahora bien. La Chimba era el sitio perfecto a conocer para todo aquel que amase los deportes de montaña y la naturaleza, puesto que esta quebrada y sus ramales aún mantenían, por aquellos años, una gran variedad de flora con algunas especies consideradas únicas, es decir, propias de este territorio. La fauna era escasa y los mayores representantes del reino animal eran las aves y los reptiles, ya que, según los conocedores consultados, los mamíferos mayores, Guanacos, Pumas, Zorros y Chinchillas, fueron erradicados del lugar, o mejor, siendo francos, fueron exterminados hasta el último de sus exponentes. Y esto no ocurrió en las décadas en las que conocimos dichos lugares, este exterminio fue de muy anterior data, quizás por mediados de los 1900 o algo más avanzados en la centuria.
Oh, sorpresa.
Era octubre, mes de los días más largos, con un clima matizado por sol y el viento de la primavera. La camanchaca estaba a nuestras espaldas, asomaba más temprano y cubría con su frescura y humedad el ambiente cerrado de la quebrada. Eso nos motivaba a caminar y avanzar sin tanta cautela, el sol no sería nuestro problema en aquel día.
Apenas dimos un breve giro en la dirección que llevábamos, siguiendo la sinuosidad del camino en procura de la quebrada superior, por las zonas en donde la vegetación tiene mayor presencia, se nos apareció sorpresivamente nuestra primera raposa y digo la primera porque logramos contar a 3 de ellas. Este hermoso ejemplar de cola frondosa se cruzó por nuestro camino, se detuvo ante nosotros, se sentó a observarnos y, luego de las fotografías de rigor y del gusto de ver a tan hermoso animal, se paró y se fue, subiendo rápidamente por una ladera bastante escarpada, probablemente para que no le siguiésemos.
En el momento, vinieron las felicitaciones por tan maravilloso encuentro y por la fortuna de haber visto un zorro en la naturaleza de nuestra ciudad. Cosa evidente, de inmediato presionamos a los que contaban con las cámaras fotográficas de mejor calidad para que nos compartiesen las imágenes, e hicimos la promesa de no informar a nadie sobre este encuentro, para proteger la integridad de este animal.
Seguimos avanzando, sin esperanza de volver a ver a nuestro amigo zorro, ya que él se había ido por otro camino. Doblamos a la derecha y nos adentramos por una quebrada lateral bastante empinada, el sendero era estrecho y había que caminar con harto cuidado poniendo bastante atención a los obstáculos, hasta llegar al muro que denominamos El Abismo, muro que debíamos sortear para acceder a la cumbre intermedia.
En ese lugar descansamos, por unos minutos, al alero de una antigua pirca minera, esas precarias construcciones de piedras que servían a los antiguos gambusinos para el descanso del trayecto entre la ciudad y su derrotero. Repuestos ya del primer tramo de nuestra ascensión, avanzamos nuevamente por bordes, muro escarpado a la derecha, abismo a la izquierda, todos caminando atentos y muy cautos, más apenas levantamos la vista para ver el camino y las dificultades que nos esperaban, lo vimos. Él estaba ahí, con su cabeza y cuello asomándose tras una roca, cual vecino fisgón, mirándonos subir dificultosamente por aquel espacio, como si no se explicara el por qué nos costaba tanto hacer lo que para él era tan sencillo.
Eso de mirar atrás y ver que nuestro amigo zorro seguía ahí, mirándonos, no fue una buena idea, ya que había que poner atención a la subida, a nuestra subida, y ese zorro no ayudaba en nada, ya que todos seguíamos atentos al curioso animal, que seguía bajando a nuestro encuentro y seguía sentándose cada tanto para observarnos. Algunos pensarán, tal vez, que nos siguió hasta el final del recorrido, otros temerán que le dimos alimento o, peor, que nos lo llevamos a casa como mascota, pero no, apenas coronamos este abismo y nos detuvimos a sacarle fotos, algo que resultó fantástico por aquel modelo tan fotogénico, retomó su rumbo y desapareció. Ya no lo volvimos a ver durante aquella jornada, aunque seguimos hablando de él.
El siguiente fin de semana, que demoró bastante en llegar (6 días nada menos, para ser exactos) endilgamos nuestros pasos nuevamente a la quebrada de La Chimba, a visitar a nuestro amigo zorro. Íbamos sólo con la esperanza de volver a encontrarlo, ya que dicha quebrada era sitio de perros asilvestrados y de crápulas que gustaban de la caza, a esos los veíamos desde la distancia, y aunque nos hubiese gustado conversar con alguno de ellos, arrancaban rápido al vernos.
Fue en sábado nuestro siguiente encuentro y el señor zorro estaba tendido cual Pachá (Bajá o Pasha) a la entrada de la quebrada, en el lugar donde estaban las antiguas construcciones. Nosotros lo íbamos a ver a él, él nos veía a nosotros y quedábamos en punto muerto, nadie se movía de su sitio por el simple hecho de vernos. Hasta que comenzamos a caminar y adentrarnos lentamente por la quebrada. De vez en cuando, el zorro se iba por su rumbo y luego asomaba por cualquier vericueto, en algunas ocasiones bajaba por las pendientes y se quedaba observándonos, a cubierto, bajo las grandes rocas del lugar, mientras pasábamos por debajo o próximos a él, en otras asomaba por detrás, o por delante de nosotros, hasta que alguien dijo: – Debe estar cuidando crías-.
“Si nos sigue, es el camino correcto”
Avanzamos hasta donde nacen las quebradas, muchos kilómetros tierra dentro y el zorro seguía nuestros pasos, tomamos por la bifurcación de la derecha, el señor zorro se marchó, volvimos y tomamos el ramal izquierdo, el señor zorro volvió. Avanzamos, el olor era intenso y cada arbusto tenía su mondongo demarcatorio, ese que dice a su especie, y a otras, es mi territorio. Seguimos un sendero muy estrecho y despejado, sorteamos algunos cortes y el zorro ya no nos seguía, más bien iba delante nuestro, precediéndonos. Nuestra marcha se tornó lenta, pausada, sin agitación y sin ruidos. Para nuestra sorpresa, adelante estaba la hembra y una hermosa y peluda cría que recibieron al señor zorro con actos que llamaremos de sumisión, la cría se tiró al suelo mostrando su panza y la hembra frotaba su nariz y hocico contra la nariz y el hocico del recién llegado. Luego, los tres zorros subieron a un pequeño promontorio y se tendieron muy tranquilos a descansar. Nosotros nos sentamos también, y nos quedamos mirándolos. Habíamos llegado a la casa del señor zorro, al que bautizamos de inmediato como Fortachón, el chilla, y este nos recibió sin temor y sin agresividad, todos los que fuimos aquella vez reflejábamos serenidad y cariño por los animales, eso debió ser percibido por Fortachón.
Pasó el tiempo y Fortachón se volvió más osado con nosotros, mejor dicho, descarado. Reitero para que no haya críticas o descargos, estábamos en un área protegida y todo lo que estuviese dentro de esta área debía ser protegida. Conversamos con algunos entendidos de la fauna silvestre, con la idea de sacar a Fortachón y familia de aquel lugar y trasladarlos a un sitio que contase con más recursos para su sobrevivencia, como Paposo, por ejemplo, pero no había los medios para hacerlo. ¿Por qué sacarlos de ahí? preguntarán algunos. Ese lugar, la quebrada de La Chimba, estaba a muy mal traer y la poca fauna que quedaba no era suficiente para sostener a estos zorros. Además, irían acabando rápidamente con las especies restantes, con las pocas que iban quedando en el sector y nuestro mayor temor era la gran cantidad de perros asilvestrados que se reunían en las inmediaciones de la Reserva, perros que podían representar un peligro para estos zorros.
Mientras tanto, continuamos visitando a Fortachón y su familia. Hubo una vez en que lo vimos muy deteriorado, al parecer tuvo un encuentro con los perros y escapó a duras penas, con algunos daños evidentes. En otras oportunidades no estaban ni Fortachón ni su señora, pero dejaban a buen recaudo a la cría, bien camuflada para que no la hallasen, más siempre llegaban y nos deleitaban con su presencia, con el simple acto de estar ahí.
En más de una ocasión Fortachón nos demostró que nos consideraba parte de su territorio, llegando sigilosamente a nuestras pertenencias (mochilas, ropa) levantaba su cola y las marcaba con ademanes de felicidad porque todo en el lugar olía exclusivamente a él. Fueron tres meses en los que rebosábamos de Fortachón, en los que disfrutamos de él y de sus travesuras, hasta que nos enteramos que habían bajado al sector de La Portada, donde están las pajareras, los nidos de las aves migrantes. Las consecuencias de ello fueron trágicas, ya que uno murió atropellado, probablemente la cría, y el otro fue capturado y reubicado. Del tercero nada se supo, debía estar aún en la quebrada y salimos en su búsqueda.
Recorrimos dicho espacio en su totalidad, en toda su extensión, hasta que, pasado algunos meses encontramos a Fortachón: había sido abatido a tiros y aunque su cuerpo ya estaba reseco por el sol, su piel y su cola seguían ahí, intactas. Pusimos sus restos junto a un pequeño muro y nos sentamos a recordar lo maravilloso que fue este zorro como jefe de familia y como nuestro acompañante, también ocupamos el tiempo en maldecir a la mala bestia y al mal vientre que parió al animal que mató a Fortachón.
El tiempo todo lo gasta y todo lo olvida
Fortachón venía quizás de qué lado, arrancando, huyendo de la depredación absoluta de su territorio, de la contaminación de sus aguas, de la llegada de invasores más efectivos y de enfermedades que los diezman, pero no había que alimentarlo porque pierden su impronta, eso nos dijeron y nos dicen. Destruimos su hábitat, secamos salares y aguadas, exterminamos la fauna, introducimos competidores y los arrojamos al desierto, así se protege a nuestros zorros y nuestra fauna. Y luego individuos que sólo los han conocido en fotos nos dicen que no es posible sostenerlos, para que no mueran de inanición. Pero han de tener razón, por algo se les paga a algunos, a los que dicen saber. Aunque -pienso a veces- quizá no sea mala idea el dejar a estos conocedores tan sólo un día en esos parajes, sin comida y sin agua, para ver si sobreviven sin ayuda, a salvo de ser improntados.
Fortachón fue el primer zorro que se vio en la quebrada de La Chimba en décadas, y allí quedó, dormido para siempre. Recuerdo muy bien el lugar donde reposa y voy a visitarlo cada cierto tiempo, pero sin acercarme mucho por respeto a su memoria, porque a él le gustaba vernos, pero no le gustaba tenernos muy cerca.







